Sacrilegio
De alguna manera se había filtrado la información de que Máximo Aurelio se había hecho pasar por obispo. Eso sí, nadie sabía los pormenores del asunto. Pero no resultaba difícil para Antonov suponer que algo tenía que ver con la sorpresiva visita del soberano al rincón más recóndito del reino. Tal vez la extraña forma en que Sottocorno se inclinó ante el rey, o la mirada entre sorprendido y familiar que éste le entregó al oírlo hablar. Siempre hay un estómago resfriado incapaz de tragarse un secreto (sobre todo si perjudica a un tercero). También es cierto que muchos que no se atreven siquiera a respirar fuerte se vanaglorian de las hazañas de otros y pasan toda su vida esperando la oportunidad de levantar en hombros a aquellos que se la juegan. Así, tal vez, festejando la hazaña de otro, alguien comentó y el delirio popular extendió la secreta hazaña a los cuatro vientos en las sonoras trompetas de la fama. No existía manera de confirmarlo. Sabían que la tortura con este hombre no funcionaba puesto que en los años de la guerra civil ya lo habían intentado. Y por los demás implicados, nadie sabía bien quiénes habían sido y el folclore anunciaba la hazaña de un hombre. No de un grupo.
Igualmente los déspotas, aún cuando un sufragio valide su estancia en el poder, siempre encuentran una excusa y un método de persuasión o de persecución para así mantener oprimidos a aquellos que por otro lado sostienen en el aire los miserables castillos de su iniquidad. La excusa estaba escrita en el imaginario colectivo, en las hazañas que de boca en boca comentaban y aumentaban sobremanera los simples ciudadanos. Que Sottocorno era el intruso en palacio, que habló con dios, que convenció al rey, que se hizo pasar por papa (perdón... obispo) que se folló a la reina en un confesionario que, que... que.
-¡Que este ateo hijo de mil putas!- gritó Antonov. ¿¡Cómo mierda hizo!? ¿Me querés decir? Habría que quemarlo en la hogue... ra. Ahí está... cometió sacrilegio!
Dijo mientras con una mano extendida percutía rítmicamente sobre la palma de la otra. Cambió drásticamente el tono de su voz. Miró por la ventana de su despacho como buscando inspiración. Desde su posición podía verse a lo lejos la restablecida desembocadura del río antes profanado confundirse con las aguas agitadas del océano. Giró sobre sus caderas y apuntó como con un disparo al abogado que se hallaba en un extremo del salón, habano en mano, y presto a derramar escocés sobre unos hielos dentro de un vaso. Malaspina guiñó un ojo y susurró:
-Veo que estás aprendiendo, ahora las ideas empiezan a ser tuyas. Me gusta eso.
Brindó a su salud, luego bebió de un sorbo el wishky. Posteriormente sirvió dos vasos iguales al anterior: otro para él y uno para el alcalde.
A la mañana siguiente comenzaban agruparse los curiosos frente al espejo de la vereda opuesta al ayuntamiento intentando descifrar la borrosa imagen que éste reflejaba. La imagen semejaba algún incendio, personas, una cruz, vagos conceptos a los que el común de los ciudadanos se mostraba incapaz de asignarle un significado. Media cuadra más allá Máximo Aurelio acomodaba sus cabellos y calzaba sus nuevas gafas de sol mientras simulaba interesarse en la ropa de una de las vidrieras. Suspiraba, estiraba la trompita y cambiaba de negocio culpando al cielo y a su madre por haberlo hecho así. Le era imposible disimular la alegría que le causaba el haber recuperado su aspecto habitual de habitante del Olimpo. La barba crecida no le quedaba muy bien puesto que privaba al mundo de la beldad de sus rasgos. Al notar que unas muchachas le observaban no pudo evitar una sonrisa... algo extraño en él (eso de sonreír).
Y... no era de extrañar el hecho de que todo el mundo lo mirara tanto... no era su perfil de Teseo... ni sus espaldas de Atlas... ni su reconocido intelecto. Su desaparición y su cambio de aspecto no habían pasado desapercibido para nadie. Ni siquiera para Antonov y sus secuaces.
Entretanto los paparazzi y la prensa de mayor seriedad le daban a la lata por televisión nacional al asunto del intruso en palacio. Tanto era así que hasta sorprendía al mismo Sottocorno el enterarse de algunas de las fechorías supuestamente por él cometidas. Lo único que tenían en claro los investigadores era que el intruso en palacio había confesado al mismísimo rey en el día de su santo y que dicha charla de confesionario había provocado un cambio en el manejo político del soberano. Los investigadores no podían descartar esta pista ya que si el obispo no lo había hecho, por estar en un lamentable estado de ebriedad, alguien sí había confesado a su majestad. Esto inflamaba los ganglios inferiores del alcalde que para estas alturas no podía sentarse tranquilo ni dormir boca abajo por la terrible inflamación testicular que el particular le causaba.
“Si... fue él... no me queda ninguna duda” repetía para sí Gonzalito “ese cambio de aspecto, esa ausencia suya justo para la fecha, la inoportuna visita del rey justo a MÍ COMARCA luego de su ausencia, el dato preciso de la eliminación de las fiestas patrias, la mirada que su majestad le regaló a este don nadie... sí fue él”. Hilaba fino el alcalde e iba atando cabos sueltos desenredando lentamente la trama de este embrollo que le metía, una vez más, el palo en la rueda y así evitaba la puesta en marcha de sus inicuos planes. Pero ésta vez tenía un plan. Un plan propio que ni Dora Beata, ni Paco Malaspina ni nadie le había sugerido. Éste se le había ocurrido a él solito sin la menor ayuda de nadie. Con esta nueva idea quedaría bien posicionado frente al soberano y su ultracatolisismo. Le conferiría el apoyo total de la iglesia y hasta cierto poder político dentro de la curia. Y sobre todo una herramienta legal y letal contra Sottocorno y los mismos de siempre. Esa idea era imponer lentamente una especie de inquisición moderna, basada en la falta de respeto de un ateo que intentó emular a su santidad el obispo real para beneficio propio. Juntarían las pruebas... juzgarían al hereje y lo incinerarían vivo en acto público. Sólo faltaba una cosa: el marco legal debería ser previo al juicio para que este “hinchapelotas” no le encuentre la vuelta.
Antonov comenzó a poner en marcha su idea hablando con el cura. Sancho le explicó que antes de acusar a nadie de hereje debería dejar de serlo él. Procedió a bautizar al alcalde y a darle la primera comunión. Para esto primero debió confesarlo. La confesión de Antonov duró exactamente 14 días y 16 horas de dedicación full time. Parece ser que el hombre había pecado y le costaba recordar todo aquello que consciente había hecho mal o con mala intención. Luego de conocer los mínimos conceptos de la fe y la religión comenzó a reunirse con grupos radicales y fue juntando adeptos. Resultará extraño que Sancho se halle entre estos radicales, todos ya sabemos de sus debilidades pero... ¿qué decir? Nunca mejor aplicado el decir bíblico “la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”.
El primer movimiento de este ajedrez sacro fue dictar una norma con fecha anterior a los sucesos de palacio. Demagogia sí pero luego Antonov y el total de la concejalía pasaron por el confesionario y entregaron limosna. La norma catalogaba como delito cualquier irrupción de un ateo a la casa del señor y se hacía extensiva a los habitantes de la comarca para cualquier lugar del mundo en que se hallaren.
El segundo movimiento fue delegar los casos de justicia religiosa a la autoridad eclesiástica quitándole la competencia para los casos mencionados a la justicia ordinaria.
Tercer movimiento y jaque: ubicar bajo jurisdicción parroquial a todos los habitantes de la comarca fuesen creyentes o herejes sin excepción alguna por credo, raza o lo que fuere. Es decir pasó a la clandestinidad a toda aquella persona no católica de la comarca.
Cuarto movimiento: se procedió al arresto preventivo de Máximo Sottocorno bajo la acusación de: herejías varias, atentado contra la autoridad, burla manifiesta contra la autoridad eclesiástica al irrumpir indecorosamente en la sede parroquial del palacio real y sedición.
A todo esto, Máximo se hallaba en la radio local, previo notificarse de su paso a la clandestinidad, despotricando contra (obviamente) Antonov y su neo-inquisición. El pueblo no se hizo esperar y comenzó agruparse frente al ayuntamiento como olfateando que el alcalde algo tendría que ver... y no sólo la iglesia. En el espejo que se hallaba en la vereda opuesta al ayuntamiento podía verse el vago reflejo de una cruz hecha con revistas Play-Boy.
-¿Qué mierda querrán estos?- decía Antonov.
- Mientras que desde la ventana de su despacho, catalejo en mano, intentaba observar si el espejo ostentaba alguna imagen. ¡Y la vio! Pero no pudo interpretar nada. Se sentó en la silla del escritorio, subió los talones hasta el asiento quedando en una posición un tanto simiesca y comenzó a rascarse los testículos. En esta incómoda situación se encontraba cuando irrumpieron en el despacho: Paco, seguido de la secretaria privada de Antonov, y un séquito de 17 periodistas de: grandes exponentes de la prensa a nivel mundial. En la primera plana de los citados periódicos, a la mañana siguiente, podía verse la grotesca figura de Gonzalo Antonov “rascándose un huevo” y el intento de Paco Malaspina por ocultarlo de las cámaras. No aclare que oscurece o mejor dicho: no esconda que resalta.
De alguna manera la prensa internacional estaba al tanto de la nueva inquisición y del arresto de Sottocorno. –Bueno- le susurró Malaspina al alcalde- que no revuelvan porque hay más. En rueda de prensa, un poco más formal, Antonov se justificó y fijó fecha para el juicio contra Máximo Aurelio.
Entretanto, los mismos de siempre habían comenzado a movilizarse. Ernesto Tanque, Paola Tapia, Jaime Bellograno, Carmela y otros. Entre otras cosas se habían enterado de “algunas cositas” por medio de Manuel Maffina. Éste se acercó de manera espontánea y habló con la mujer de Máximo. Le mostró haciendo honor a su apellido, lo último de la tecnología. Enchufó un pequeño aparato a la computadora familiar y... oh sorpresa!
- ¿Y esto?- preguntó Carmela
-Tranquila señora- respondió el adolescente- acá algunas cosas se tienen que terminar.