Apenas concluido el servicio el rey impartió las órdenes. Los custodios encontraron al obispo terriblemente ebrio y blandiendo una botella.
–Anoche... hip! Anoche en los de... hip!
Trajeron al chofer y juntos fueron hasta el vehículo. Encontraron otra botella vacía y un terrible olor a coñac. Los guardias ordenaron al chofer los conduzca hasta el lugar donde habían estado la noche anterior. Ingresaron en el Rolls los dos custodios y el chofer. Al apoyarse uno de los custodios en el respaldo del asiento trasero éste hizo un “clic” casi imperceptible. Salieron de palacio. Sottocorno ya no aguantaba más el calor y la sofocación pero aun así logró notar el congestionado tránsito que rodeaba al automóvil en que viajaba de polizón. En un instante en que supuso que estarían detenidos en algún semáforo abrió la tapa del baúl a patadas y saltó del mismo no sin llamar la atención de sus ocupantes. El tránsito comenzaba a moverse y Máximo corría en contramano entre los vehículos (que comenzaban a circular) perseguido por dos custodios. Atravesó la línea central de la avenida, corrió como loco entre el tránsito y se colgó de un microbús que casi lo atropella. Los custodios abandonaron la carrera y regresaron al Rolls-Royce que los estaba esperando a una cuadra, estacionado en doble fila. Hicieron prometer al custodio que ni una palabra y regresaron al palacio. Sin notar que unas cuadras detrás de ellos el intruso era invitado a abandonar el microbús a puntapiés proferidos por el chofer del mismo:
-Si no paga tío, no viaja!
De alguna extraña manera, de esa misma manera en que todo secreto se hace tan público como su deseo de ocultarse y esa popularidad suele ser proporcional al escándalo que desataría, los diarios en titulares tamaño catástrofe rezaron en sus vespertinos: “INTRUSO EN PALACIO REAL”. Esta noticia, como era de suponer, tuvo sus repercusiones internas.
Finalmente Máximo regresó a la aldea en los confines del reino (empresa no menor ya que por aquellos rincones el mapa se desdibuja), se reencontró con sus compañeros de hazaña. Y les contó pormenorizadamente lo sucedido. A la semana siguiente algo estremeció hasta a las piedras del pueblo del coronel González Plata. Una comitiva de tres limusinas Rolls-Royce escoltadas por un centenar de moto patrulleros y cuatro celulares de carabineros y gendarmes ingresó con más bulla que la final de un campeonato mundial de fútbol en la que en el último minuto el delantero yerra un disparo decisorio al arco. Imposible no mirar. Desde el ventanal de su despacho del ayuntamiento Antonov observa estupefacto la escena, está fascinado como un pichón frente a una serpiente. No sabe qué esperar. Tiembla. Se sacude en el lugar, deambula errático en derredor de su escritorio. Intenta telefonemas. Llora. Suda. Llama a Malaspina y le dice que se atrincherará en el ayuntamiento y resistirá. Ofrece su reino por un caballo, o la alcaldía por un ciclomotor. Paco Malaspina le responde:
-¡Boludo! ¡acomódate la ropa y salí a recibirlo antes de que lo manotee la oposición!
Y como si lo hubiesen estado esperando allí estaban, a las puertas del ayuntamiento los mismos de siempre, con pancartas, bombos y panfletos. Reclamando entre otras cosas el derecho a festejar las hazañas del pasado y celebrar las fechas caras al sentimiento patriótico. Atento a las palabras de su confesor y al llamado divino, Su Majestad ordenó detener la comitiva, bajó automáticamente el vidrio oscurecido del automóvil y ante el asombro y repentina mudez de la turba, se asomó.
-Es... ¡es el Rey! – dijo un niño.
Y efectivamente así era. El mismísimo rey en persona sin previo aviso y sin protocolo estaba allí en el rincón más oscuro del tarro, en el mismo rincón donde duerme y se esconde el último orejón. Ante nuestra sorpresa su majestad descendió del vehículo y se acercó a la multitud. Los más jóvenes se le abalanzaron y le presentaron mediante un protocolo muy rústico sus quejas. Los niños le tironeaban la ropa a lo que Él respondía acariciándoles la cabeza y repartiendo monedas amarillas brillantes con su cara. Otros, los más viejos, no se atrevían a mirarle de frente y menos aún a tocarlo creyendo tal vez que ese contacto podría fulminarlos o dejarles ciegos. Creencias antiguas acerca de la divinidad de los reyes todavía arraigadas entre la gente mayor del vulgo. En estos asuntos se encontraba el soberano cuando se abrió la puerta principal del edificio municipal y la misma por un profundo caso de indigesto moral vomitó al alcalde y sus secuaces. Éste acaparó la atención del rey quien prometió a los ciudadanos una audiencia abierta luego de los improvisados oficios protocolares. Antonov recibió, luego, en su despacho al soberano, le mostró la mejor cara de su gestión y lo llevó a realizar el “aldea tour”. Los niños, felices por la suspensión de clases, corrían en bicicleta de un extremo al otro del poblado y zonas aledañas, ubicando la posición de la comitiva por los enérgicos aullidos de las sirenas de la escolta.
Arreciando el crepúsculo daba inicio la audiencia abierta en el SUM de la escuela secundaria. En la misma se puso al tanto a Su Alteza Real de las últimas disposiciones en cuanto a educación, a lo que respondió no estar enterado y no haber autorizado. Se enfureció sobremanera al enterarse de la supresión de las fiestas patrias:
-Atenta contra la monarquía!!! -exclamó.
Finalmente ya entrada y estacionada sobre la aldea la noche, los pocos vecinos y simples ciudadanos que quedaban fueron despidiendo de a uno y en persona al rey. Entre ellos Sottocorno que inclinándose como caballero al momento de ser consagrado, estrechó la mano del soberano, besó el anillo y sólo pronunció la palabra “gracias”. El rey quedó meditando en aquella palabra y aquella voz que le resultaba familiar; pero ¿de dónde?
Al mediodía siguiente los noticieros nacionales daban cuenta de la agitada reunión del soberano con el presidente del gobierno y de las resoluciones que éste último había tomado a pedido del rey: descabezamiento y procesamiento de la cúpula de educación, de seguridad de palacio real y de servicio religioso de palacio.
Una fiesta de guillotinas se vivió tras la reunión...
(metafóricamente hablando).
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