Las semanas pasaban y los ministros seguían bloqueando la comunicación entre el soberano y los ciudadanos. Los sindicalistas seguían en la plaza, habían sido entrevistados en varias ocasiones por la prensa pero nunca habían sido difundidos los reportajes. Era obvio que alguien estaba muy interesado en que no se sepa que los manifestantes estaban allí. Finalmente la huelga fue declarada ilegal y los manifestantes desalojados de la plaza y detenidos. Aparentemente no había manera de acceder al rey. –necesitamos un milagro- comentaron. En un conciliábulo de acción que el sindicato promovió con la participación de Sottocorno éste comentó que una vez con “el camino de la luz” se habían infiltrado dentro de una organización disfrazándose de operarios.
Entonces comenzaron a planear la estrategia. Era un asunto delicado esto de infiltrarse en el palacio real. Podíamos terminar todos en la horca. Máximo se propuso como carne de cañón. Habían notado durante la estadía frente a las puertas del palacio que los viernes, cerca de medianoche el Obispo se escapaba y regresaba pasadas las dos. Sólo era cuestión de identificar el destino de su fuga. Viajaron, en varios vehículos, un pequeño grupo de cuatro nuevamente a la capital y se ubicaron en puntos estratégicos.
Los distintos vehículos se turnaban estacionados en la plaza en el lado opuesto a la entrada del palacio. Sottocorno se dejó crecer la barba y pasaba largas horas leyendo el diario y observando de reojo el movimiento de la puerta principal del palacio. El viernes a la noche comenzaron a acelerarse los corazones. Nadie sabía bien cual era la idea de Máximo. No querían caer en la criminalidad de un secuestro; pero algo había que hacer y eran los cuatro hombres de armas tomar. Cerca de medianoche asomó por las inmensas rejas negras del palacio el ángel plateado de un Rolls-Royce, dentro de él la estampa sexagenaria del obispo. En el extremo opuesto de la plaza un automóvil encendió su motor realizó un cambio de luces y comenzó una lenta marcha con las farolas apagadas.
-Mira ese imbécil- comentó Máximo a su acompañante y encendió el motor de la camioneta en que estaban. Encendió las luces que fueron vistas dos cuadras atrás por el tercer vehículo. El obispo se dirigía por la avenida hacia la costanera. Y a considerable distancia y considerablemente alejados entre sí, los insurrectos. Al notar la marcha del primer vehículo y que este se desplazaba con las farolas apagadas la custodia de la portería de palacio los detuvo. Mientras los oficiales detenían el vehículo e identificaban al conductor, el segundo vehículo, la camioneta en la que viajaban Sottocorno y el otro, pasaba junto a los gendarmes sin llamar la atención.
-¡Buó! ¡Ni que lo hubiésemos planeado- susurró Máximo- mordieron el señuelo.
Acortaron la distancia entre la camioneta y el Rolls del obispo seguidos de cerca por el tercer vehículo. Ocho cuadras adelante estacionaron la camioneta permitiendo que el otro vehículo siguiera de cerca al obispo. Unas cuadras más allá renovaron la posta siguiendo la camioneta de cerca al Rolls-Royce y ocultándose el automóvil entre el transito una cuadra por detrás. Finalmente el automóvil en que viajaba el obispo se detuvo en una calle oscura y poco transitada. Máximo encendió las balizas, inmediatamente las apagó y una cuadra más adelante se estacionó frente a un garaje. El otro vehículo aparcó en la vereda opuesta casi enfrente del Rolls. El ocupante apagó el motor, descendió del automóvil y caminó en el sentido contrario mirando de reojo al vehículo del obispo. Desde la siguiente cuadra, Máximo y su acompañante observaban sin descender de la camioneta.
El pontífice descendió del lujoso automóvil y se encaminó hacia la esquina en que se hallaba Sottocorno. Dobló la esquina hacia el norte y caminó media cuadra hasta un caserón antiguo que ostentaba un farolito con un foco rojo en la puerta. Ingresó sin golpear.
Luego de cinco o seis minutos uno de los insurrectos era expulsado a empujones del lugar:
- Lo siento señor- le dijo un gorila tamaño ropero- solamente clientes.
En la esquina se reencontró con los demás y les dijo:
- Es un puterío... mirá el obispo, se avispó.
-¡No me digas!- respondieron a unísono-no nos dimos cuenta. Y rieron por un rato los tres.
-Muchachos- habló Máximo- esto es así. Corroboramos que no hay nadie en el Rolls-Roys del cura este. Si hay alguien... y se va a complicar un poco. Bueno: si no hay nadie, desconectamos la alarma, forzamos el baúl y escondido allí entro a palacio.
-¿Y después qué hacemos?- preguntó uno de ellos.
-Y... después me las arreglaré.-finalizó Máximo.
Él sabía de esta clase de trucos, ya los había practicado durante unos cuantos años. Todavía vivía, ésa era la prueba de que sabía hacerlo bien. Si no, no lo hubiera contado. Al pasar junto al vehículo pudieron ver que había un hombre sentado al volante. Se miraron los tres y Máximo insultó a uno de sus compañeros:
-Pero quién te creés, enfermo!?- entonces lo empujó.
Éste lo miró sorprendido pero sólo pudo ver el puño de Máximo entrando en su ojo. Lo tomó por las ropas y lo arrojó contra el Rolls. El tercer hombre intentaba calmarlo cuando llegó a ver que Máximo le guiñaba el ojo. El ocupante del automóvil bajó rápidamente interviniendo en la pelea. “Es un ropero” pensó Sottocorno mientras lo veía venírsele encima. Siguió zamarreando a su compañero entretanto medía al otro que se le acercaba a los gritos:
-Señor: ¡cálmese, por qué no habla con su amigo!
Esperó pacientemente segundos que se le hicieron eternos, como si la escena trascurriera en cámara lenta. Hasta que el canario pisó el palito. El chofer / custodio del obispo se acercó a Sottocorno y le tomó por el hombro. “Caíste” pensó e inmediatamente giró sobre sus talones y como un rayo estrelló su puño con tremenda violencia contra el esternón del chofer. Éste puso blanda la expresión y blancos los ojos. Acto seguido se desplomó.
-Perfecto. Muchachos: acomódenlo tal que no se lo vea desde la calle.
Los muchachos acomodaban al infortunado a la vez que Máximo abría el baúl del automóvil. Luego se les acercó y dio las directivas:
-Ahora me escondo en el baúl y ustedes lo reaniman. Vos, sentalo. Y vos le golpeás la espalda hasta que notes que ya respira bien. Le explican luego que yo me escapé y le mienten alguna excusa por la riña.
Así lo hicieron, seguidamente uno de ellos se dirigió al auto que estaba frente al Rolls y el otro caminó hasta la camioneta en la esquina. Ambos vehículos encendieron los motores y partieron rumbo a palacio. A dos cuadras de la plaza central, frente a un bar se hallaba el tercer vehículo. Buscaron al cuarto hombre y partieron de regreso a González Plata, cerca de los confines del reino.
-¿Qué te pasó con la custodia de palacio?- le preguntaron antes de partir. –Nada-respondió- Sólo me multaron por circular con las luces apagadas. Fue un momento de gran tensión, no sabía qué decirles.
En el barrio del burdel el chofer del Rolls-Roys estaba medio desconcertado. Nunca lo habían madrugado así. Esperó largo rato el regreso del obispo y ni palabra de lo sucedido. El pontífice regresó al automóvil con una mal disimulada sonrisa, los labios marcados de rouge y con un leve olor a alcohol. Antes de abrir la puerta trasera hizo la señal de la cruz, luego otra como bendiciendo al barrio. Se introdujo y acomodó en el asiento y durmió plácidamente hasta que, una vez dentro de palacio, su chofer lo despertó. El conductor acompañó hasta sus aposentos al sacerdote y se marchó. Dejando al lujoso Rolls acompañado de una veintena de vehículos de características similares dentro de una cochera del tamaño de un hangar. Dentro, en lo profundo de las metálicas entrañas forradas en cuero blanco, Sottocorno aguardaba.
Una vez que hubo sido capaz de percibir el hondo silencio y la soledad reinante en el lugar Máximo giró su cuerpo hasta quedar boca arriba, con los pies contra en asiento trasero y la cabeza contra la cajuela del baúl. Tomó aire y comenzó a patear con ambos talones el asiento. Pateó largo rato hasta que confirmó que no abriría el compartimiento que unía el habitáculo con el baúl. “Estoy perdido” pensó. El espacioso baúl de manufactura inglesa comenzaba a quedarse sin oxígeno y el calor sofocaba al intruso. Antes de desmayarse producto de la sofocación giró nuevamente su cuerpo ubicándose boca abajo y con la cabeza hacia la proa del automóvil. Comenzó a tantear los rincones sistemáticamente “tiene que haber una palanca, el mecanismo es eléctrico; pero siempre hay una palanca”se decía. Hasta que la encontró, en el extremo superior del lado del acompañante “claro... si estos autos ingleses están construidos al revés”.
Ingresó al habitáculo del automóvil, y por fin respiró una bocanada de aire menos sofocante. Se mantuvo unos instantes de bruces hasta que finalmente pudo comenzar a moverse. Sentado sobre el piso acomodó el respaldo del asiento nuevamente en su lugar. Se sentó, puso cara de vinagre como jugando a imitar al obispo. Y desde esa posición lentamente comenzó a recorrer la cochera con su mirada para decidir así qué dirección tomar. Observó sobre una de las esquinas una pequeña cámara de seguridad. Observó también un cable de acero que supuso de contención para algún perro y por lo demás sólo parecía haber inertes vehículos durante su hora de reposo. Sigilosamente, tratando de hacer el menor ruido posible abrió la puerta trasera del automóvil. Se deslizó hacia el suelo y recostado sobre él lentamente la arrimó cuidando no golpearla. Se arrastró “remando”con los codos para que su andar, en lo posible no fuese detectado por la filmación.