miércoles, 25 de noviembre de 2020

El plan

De compras en el mercadito “el Plateado” la mujer de Sottocorno comentaba con la fiambrera las incertidumbres ocasionadas por el plan de viviendas. Cómo había tenido cara de inscribirse “Madre” Grimaldi si iba todos los meses a pedir comida al ayuntamiento, subsidios, medicamentos, lo que fuere.

 

 –En la ficha de inscripción decía: “ingreso mínimo de $1.154 reales con 36 centavos y medio.” Se cae de maduro que una persona que cobra subsidio por desempleo no llega a esa cifra. Digo yo: ¿cómo le recibieron la ficha de inscripción?- comentó la vendedora.

 

–Mirá –respondió Carmela- no me extrañaría que le den una vivienda y que nosotros quedemos fuera. Aquí las viviendas son premios políticos y ella y su familia trabajan para Gonzalo aunque lo disimulen y de vez en cuando le prendan fuego a algunos neumáticos frente al ayuntamiento.

 

-¿Te parece?

 

– Cuando salgan los listados veremos.

 

A todo esto, “Madre” estaba nuevamente encinta, como si el hecho de estar embarazada le otorgase un mayor derecho a una vivienda que no pagaría. Ya que en planes habitacionales anteriores su familia había accedido por acomodo a una casa de la cual nunca había sido abonada ni una sola cuota. El hecho es que este plan en particular iba dirigido a un sector económicamente intermedio: no era para pobres ni para personas que por sus ingresos y capital estuviesen bien posicionados. Esto así manifestado en el bando y en la resolución que emitiera en su momento el ayuntamiento. Si se establece una norma y quienes la establecen no la cumplen y hacen gorda la vista para no hacerla cumplir. O caemos en la demagogia o la norma ¿para qué la dictamos?

 

-Igual- dijo la fiambrera- no comentes nada pero; a mí, Catalina, me dijo que me quedara tranquila porque yo ya estaba “adentro”. Ahora... de ustedes no me dijo nada.

 

-Pero ¿ustedes no tenían un terreno del ayuntamiento? El bando decía que eso te inhabilitaba.

 

-No... Es que hablamos con Antonov y él modificó la resolución.

 

Con esta información, Sottocorno fue una vez más hasta el departamento de inacción social del ayuntamiento e increpó a los empleados queObviamentenegaron todo y dijeron, una vez más, no tener información. 

 

–Mire: los datos encarpetados de los aspirantes fueron en saca sellada a la capital de la comunidad regional al real instituto de la vivienda. Y de allí no han regresado.

 

La sospecha era lógica. Los planes habitacionales que el rey había dispuesto para los residentes en la comarca habían sido muchas veces manipulados. Tal es así que en una ocasión anterior en que Máximo y familia se habían anotado sus datos ni siquiera habían sido catalogados y sus papeles arrojados al basurero apenas el hombre había salido de la oficina estúpidamente ilusionado con la posibilidad de acceder al techo propio. Por aquellos años Dora Beata de la Cruz Martínez era la jefa del departamento de inacción social, cartera por otro lado, que le había financiado su ascenso a la presidencia de la concejalía. En esta ocasión había algo distinto. Dora Beata estaba en la capital de la comunidad regional y la presidencia de la concejalía estaba a cargo de un hombre nuevo: el licenciado Timoteo Cordones.

 

-¿Y Timo? -Le preguntaban los vecinos- ¿alguna novedad de las casas?

 

-Y... No, mirá: todavía no tenemos nada... La otra tarde viajé a la capital regional con el alcalde y aún no estaban las listas. Pero: en cuanto tengamos algo lo publicaremos.

 

Entretanto los rumores crecían y rodaban por toda la comarca. Que Timoteo habría arreglado con la hija del Gallego, que Noelia Comecoqui ya estaba adentro, que el Colorados le había hecho la campaña, que la enfermera, que el futbolista y la hija del dueño del autoservicio “el Plateado” (que a su vez eran proveedores del ayuntamiento y familiares de Catalina Ballesta) que la asistente social en uso de licencia, que el empleado de “La Firma” que no vivía en la comarca ni aledaños, que tantas otras cosas imposibles de creer porque siendo así la mitad, hablaríamos de un agudo caso de demagogia y acomodo.

 

Pero había rumores... 

 

Una mañana Nancy Empom, antigua novia de Antonov e íntima amiga de la señora de Sottocorno, visitó a la mencionada familia. Y les presentó el siguiente dilema existencial.

 

- No sabés: lo llamé a Gonzalo...

 

- ¿Otra vez?- respondió Carmela- ¿ y qué?¿Se encontraron?

 

-No. Lo llamé por las casas... le dije que si de algo le había valido lo nuestro y si podía o quería y se acordaba de mí... con una casa... que... yo se lo iba a saber agradecer.

 

-¡Nooo! ¿Qué te dijo?

 

- Que si me hacía un papel de concubinato con el Andaluz... él veía si me adjudicaba una.

 

-¡Imposible!- interrumpió Máximo –si no te inscribiste ni cumplís los requisitos.

 

-Nancy, ¿él se bancaría que figures en concubinato con su amigo?- otra vez Carmela. 

 

Los Sottocorno estallaron poco más en ira. Lo que oían casi confirmaba la peor de sus sospechas respecto del plan. 

 

–Mirá Nancy- sentenció Máximo- si Antonov te adjudica una casa y nosotros quedamos fuera, por más que te queramos un montón... si te tengo que pasar por encima... lo voy a hacer. ¡ Jé! ¡Lo que faltaba! ¿Vos... en serio lo pensaste?

 

-Y... no sé que hacer... La casa la necesito... Va! (Y resopló como un suspiro oprimido) Ustedes también, pero en mi caso... es difícil. 

 

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Guillotina

    Apenas concluido el servicio el rey impartió las órdenes. Los custodios encontraron al obispo terriblemente ebrio y blandiendo una botella. 

 

–Anoche... hip! Anoche en los de... hip! 

 

    Trajeron al chofer y juntos fueron hasta el vehículo. Encontraron otra botella vacía y un terrible olor a coñac. Los guardias ordenaron al chofer los conduzca hasta el lugar donde habían estado la noche anterior. Ingresaron en el Rolls los dos custodios y el chofer. Al apoyarse uno de los custodios en el respaldo del asiento trasero éste hizo un “clic” casi imperceptible. Salieron de palacio. Sottocorno ya no aguantaba más el calor y la sofocación pero aun así logró notar el congestionado tránsito que rodeaba al automóvil en que viajaba de polizón. En un instante en que supuso que estarían detenidos en algún semáforo abrió la tapa del baúl a patadas y saltó del mismo no sin llamar la atención de sus ocupantes. El tránsito comenzaba a moverse y Máximo corría en contramano entre los vehículos (que comenzaban a circular) perseguido por dos custodios. Atravesó la línea central de la avenida, corrió como loco entre el tránsito y se colgó de un microbús que casi lo atropella. Los custodios abandonaron la carrera y regresaron al Rolls-Royce que los estaba esperando a una cuadra, estacionado en doble fila. Hicieron prometer al custodio que ni una palabra y regresaron al palacio. Sin notar que unas cuadras detrás de ellos el intruso era invitado a abandonar el microbús a puntapiés proferidos por el chofer del mismo: 

 

-Si no paga tío, no viaja!

 

    De alguna extraña manera, de esa misma manera en que todo secreto se hace tan público como su deseo de ocultarse y esa popularidad suele ser proporcional al escándalo que desataría, los diarios en titulares tamaño catástrofe rezaron en sus vespertinos: “INTRUSO EN PALACIO REAL”. Esta noticia, como era de suponer, tuvo sus repercusiones internas.

 

    Finalmente Máximo regresó a la aldea en los confines del reino (empresa no menor ya que por aquellos rincones el mapa se desdibuja), se reencontró con sus compañeros de hazaña. Y les contó pormenorizadamente lo sucedido. A la semana siguiente algo estremeció hasta a las piedras del pueblo del coronel González Plata. Una comitiva de tres limusinas Rolls-Royce escoltadas por un centenar de moto patrulleros y cuatro celulares de carabineros y gendarmes ingresó con más bulla que la final de un campeonato mundial de fútbol en la que en el último minuto el delantero yerra un disparo decisorio al arco. Imposible no mirar. Desde el ventanal de su despacho del ayuntamiento Antonov observa estupefacto la escena, está fascinado como un pichón frente a una serpiente. No sabe qué esperar. Tiembla. Se sacude en el lugar, deambula errático en derredor de su escritorio. Intenta telefonemas. Llora. Suda. Llama a Malaspina y le dice que se atrincherará en el ayuntamiento y resistirá. Ofrece su reino por un caballo, o la alcaldía por un ciclomotor. Paco Malaspina le responde: 

 

    -¡Boludo! ¡acomódate la ropa y salí a recibirlo antes de que lo manotee la oposición!

 

    Y como si lo hubiesen estado esperando allí estaban, a las puertas del ayuntamiento los mismos de siempre, con pancartas, bombos y panfletos. Reclamando entre otras cosas el derecho a festejar las hazañas del pasado y celebrar las fechas caras al sentimiento patriótico. Atento a las palabras de su confesor y al llamado divino, Su Majestad ordenó detener la comitiva, bajó automáticamente el vidrio oscurecido del automóvil y ante el asombro y repentina mudez de la turba, se asomó.

 

    -Es... ¡es el Rey! – dijo un niño. 

 

    Y efectivamente así era. El mismísimo rey en persona sin previo aviso y sin protocolo estaba allí en el rincón más oscuro del tarro, en el mismo rincón donde duerme y se esconde el último orejón. Ante nuestra sorpresa su majestad descendió del vehículo y se acercó a la multitud. Los más jóvenes se le abalanzaron y le presentaron mediante un protocolo muy rústico sus quejas. Los niños le tironeaban la ropa a lo que Él respondía acariciándoles la cabeza y repartiendo monedas amarillas brillantes con su cara. Otros, los más viejos, no se atrevían a mirarle de frente y menos aún a tocarlo creyendo tal vez que ese contacto podría fulminarlos o dejarles ciegos. Creencias antiguas acerca de la divinidad de los reyes todavía arraigadas entre la gente mayor del vulgo. En estos asuntos se encontraba el soberano cuando se abrió la puerta principal del edificio municipal y la misma por un profundo caso de indigesto moral vomitó al alcalde y sus secuaces. Éste acaparó la atención del rey quien prometió a los ciudadanos una audiencia abierta luego de los improvisados oficios protocolares. Antonov recibió, luego, en su despacho al soberano, le mostró la mejor cara de su gestión y lo llevó a realizar el “aldea tour”. Los niños, felices por la suspensión de clases, corrían en bicicleta de un extremo al otro del poblado y zonas aledañas, ubicando la posición de la comitiva por los enérgicos aullidos de las sirenas de la escolta.

     

    Arreciando el crepúsculo daba inicio la audiencia abierta en el SUM de la escuela secundaria. En la misma se puso al tanto a Su Alteza Real de las últimas disposiciones en cuanto a educación, a lo que respondió no estar enterado y no haber autorizado. Se enfureció sobremanera al enterarse de la supresión de las fiestas patrias: 

 

    -Atenta contra la monarquía!!! -exclamó. 

 

    Finalmente ya entrada y estacionada sobre la aldea la noche, los pocos vecinos y simples ciudadanos que quedaban fueron despidiendo de a uno y en persona al rey. Entre ellos Sottocorno que inclinándose como caballero al momento de ser consagrado, estrechó la mano del soberano, besó el anillo y sólo pronunció la palabra “gracias”. El rey quedó meditando en aquella palabra y aquella voz que le resultaba familiar; pero ¿de dónde?

 

    Al mediodía siguiente los noticieros nacionales daban cuenta de la agitada reunión del soberano con el presidente del gobierno y de las resoluciones que éste último había tomado a pedido del rey: descabezamiento y procesamiento de la cúpula de educación, de seguridad de palacio real y de servicio religioso de palacio. 

 

    Una fiesta de guillotinas se vivió tras la reunión... 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(metafóricamente hablando).

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

En nombre del Padre ll

         Y ahí estaba, escondido detrás de unos colmillos del tamaño de porrones de cerveza y de la misma manera chorreando espuma que burbujeaba entre los acordes del trueno iracundo de Cerbero: un doberman que lo miraba como diciéndole “si no me sujetara esta maldita cadena serías mi cena”.  El perro estaba cerrando el camino a seguir por Máximo y mostraba unas terribles ganas de comenzar a ladrar. Si esto sucedía la presencia de Sottocorno estaría puesta en evidencia. De manera casi imperceptible fue desplazándose para atrás mientras se quitaba uno de sus zapatos con el pié. El doberman atacó y al no poder tomar presa comenzó a ladrar. El intruso rápidamente se quitó una media y se la arrojó por el hocico logrando entretener al can para así poder desembarazarse de tal situación. “Nunca falla”pensó.

 

        En la oficina de control uno de los guardias dormía y el otro entre bostezos y un sorbo de café vio que el perro del estacionamiento atacaba y destrozaba algo entre sus mandíbulas. Dio el pertinente aviso por handi. Sottocorno, una vez lejos del estacionamiento, escuchó a lo lejos el ruido a estática de los intercomunicadores y sin prisa trepó a uno de los pinos que había en el patio trasero de palacio. Dos minutos después dos guardias vestidos como soldados del renacimiento pasaban inocentes debajo de él rumbo al estacionamiento.

 

        -Atento, atento... ¿control?

 

        -Aquí control, ¡diga fondo uno! ... ¿alguna novedad en la cochera?

 

        - Negativo, control. Todo en orden,  aquí el canino tiene algo que parece ser un trapo en su boca.

 

        y sin apagar el transmisor uno de los custodios intentó congraciarse con el animal:

 

        -Lindo perrito... ¡a ver! ¡Muéstrele al tío qué tiene ahí! 

 

        Estúpidamente el hombre intentó sacarle el trapo al can para verificar su origen. Extendió su mano enseñándosela al perro. Éste dejó caer la media de Sottocorno y en un veloz movimiento de hocico mordió violentamente al custodio. Quien intentó quitar su mano logrando contrariamente mayor presión de las mandíbulas sobre su mano. 

 

        –Ahhhh! ¡Perro de mierda, largá!

 

        En los monitores de la oficina de control los adormilados vigilantes despertaron sobresaltados, abandonaron su sopor estupefactos viendo como el doberman de la cochera cercenaba la mano del custodio confiado. E inmediatamente dieron parte del asunto. Gritos, sirenas y corridas fueron observadas por Máximo desde su apostadero sobre el pino del parque que separaba el estacionamiento de la capilla. La ambulancia se detuvo en el acceso al estacionamiento. Llegaron corriendo varios guardias más respondiendo al llamado de “emergencia en el estacionamiento”. A palazos lograron que el perro soltara al custodio herido. Éste se encontraba en estado de Shok por la cantidad de sangre que había perdido. 

 

        Saldo del enfrenamiento: Doberman tres; custodios cero. Es decir que no lograron sacarle el trapo que masticaba el perro (léase media sucia / calcetín hediondo); un custodio con amputación parcial de extremidad superior derecha, segundo custodio presentando el faltante de uno de sus borceguíes, tercer custodio con la marca supurante de tres colmillos caninos en su zona posterior (pompis carcomidas). El cuarto custodio (el que aporreó al can) perdió su cachiporra pero salió ileso ya que las luces y el aullido de la ambulancia desviaron su atención. ¡Lindo perro! No por nada le confiaron la seguridad del recinto.

 

        Como todo un veterano, Sottocorno sabía aprovechar cualquier situación para descansar. En estas situaciones uno nunca sabe cuanto tiempo estará sin dormir. Estaba dormitando cuando el trino de las aves preludiando la alborada lo trajeron a la realidad. Se deslizó hasta el suelo. Miró en derredor y de un pique llegó hasta el portón de la capilla. No sin llamar la atención del doberman que desde el extremo de la cadena a las puertas de la cochera le dedicó algunos ladridos. Empujó firmemente la pesada puerta de madera y esta le negó el paso. Repitió con mayor entusiasmo la operación y nada. 

 

    -Pero qué!- dijo- ¿La casa de Dios no debe estar siempre abierta para que sus hijos puedan ingresar cuando necesiten?- ahora con fastidio.

 

    Del cielo una voz como un trueno respondió: 

 

    -¿Acaso no eres ateo? ¿Qué pretendes entonces? 

 

    Máximo giró sobre sus talones y buscó el origen de esa voz. La mañana venía tormentosa. Atribuyó la sensación al tronar de las nubes y al cansancio. Halló una construcción aledaña y la supuso aposento parroquial. Tanteó la puerta y ésta se hallaba sin traba por lo que ingresó con cierto apuro. Improvisó con las fundas de almohadas correas y mordaza con las que (aprovechando su profundo dormir) inmovilizó y calló al obispo. A continuación se cercioró que estuviesen trabadas puertas y ventanas y se dispuso a dormir.

 

    Durmió plácidamente hasta alrededor de las 10 AM, hora en que le despertaron los violentos golpes que llamaban a la puerta: 

 

    -¡Obispo, obispo! Se ha quedado dormido. Debe confesar a su excelencia y darle la comunión por ser hoy el día de su santo.

 

    Máximo simuló una tos seca como de perro y respondió sólo con la eme: 

 

    -¡M! MmM!  Cof, cof! 

 

    Enseguida observó que el verdadero obispo comenzaba a despertar. Y le dio los buenos días con un tremendo porrazo en la cabeza que le prolongó el sueño. Lo acomodó convenientemente boca abajo y obstruyó todo ángulo de visión desde la posición del cura para que no lo viese al regresar. Buscó entre el vestuario eclesiástico algo que le quedara en talle; pero el obispo era por lo menos tres talles menor que él. Al fondo de uno de los roperos encontró un viejo traje franciscano que sería sin duda de un obispo anterior, estaba raído y con olor a humedad además de ser muy grande. Lo preparó y le echó del desodorante del obispo que a su vez aprovechó para echarse encima y ahorrarse un baño. Se calzó el disfraz, se tapó la cabeza con la capucha y con el corazón a 10.500 RPM partió a paso lento hacia la capilla. Sendos custodios que se hallaban adornando la entrada de la capilla lo miraron no sin asombro. Sottocorno apenas alzó su mano derecha y simuló una cruz de ademanes. En el atrio de la capilla de palacio desvió y se encaminó por la nave izquierda rumbo al confesionario siempre ocultando su identidad bajo los atavíos monásticos. Una vez que hubo ingresado al confesionario simuló reiteradas toses y carrasperas. Respiró hondo, abrió la ventanita, con voz temblorosa de catarro padrísimo: 

 

    -Perdóname padre confieso que he pecado- dijo y al instante cayó en la cuenta de su error.

 

    - Si tú has pecado que eres el representante de Cristo en mi país ¿qué queda para mí Señor?- respondió el rey.

 

    -Tú lo sabrás, hijo. Por algo necesitas de la confesión hoy, día de tu santo.

     

    -Es verdad padre... creo... creo que no soy digno de la posición que me asignó Dios como rey de este pueblo. He caído, en cierto modo en el delirio de los reyes franceses. Me he alejado de la voluntad de Dios... y de la voluntad de mi gente.

 

    -Mira, hijo mío: si Dios me dejó llegar hasta aquí será para que escuches mi palabra. Tu pueblo sufre y no lejos está de tomar otra vez las armas. He visto cosas horribles en los confines del territorio nacional, cerca de la desembocadura del río Blanco. Un alcalde que arregla con tus ministros. Aquí sin ir tan lejos. Los gremialistas docentes que pidieron una audiencia contigo fueron expulsados y la audiencia negada.

 

    -¿Qué audiencia? ¡Nadie me informó!

 

    - Es lo que pasa mi hijo. Todo el reino se está moviendo a tus espaldas. Y tú pareces en el más placentero de los sueños. Deberías recorrer tus dominios, hablar con la gente, visitar instituciones. Hablar con los niños, con los obreros, con los docentes. Ver cuáles son las necesidades de tu gente y cuáles sus deseos. Así tu nombre quedará en las páginas grandes de la historia. Hablando de historia y como ejemplo más que suficiente de mis palabras. En el pueblo del Coronel González Plata, ése hombre que ayudó a tu padre a extender sus dominios más allá de la civilización y que en su honor se nominara el poblado. Allí un alcalde corrupto y tirano con la connivencia de varios de tus ministros ha obliterado de los programas de estudio los contenidos referidos a la enseñanza de las hazañas de los antiguos, reyes, caballeros, patriotas. Y ha omitido por decreto y so pena de expulsión la realización de fiestas patrias, agregando en su lugar horas de lengua y matemática. Eliminando así el derecho del pueblo, entre otras cosas a festejar.

 

   -¡Imposible!- gritó el rey- ¡colgaré al responsable!

 

    - Tranquilo hijo- susurró el falso obispo- primero recorre tu tierra y habla con tu gente. Sé justo y tendrás larga vida y bienestar en tu reino-. Simuló nuevamente carraspera y tos- reza un rosario completo y ve con dios. Tosió nuevamente -tus pecados te son perdonados (Ego te absolvo)

 

    Sin esperar respuesta cerró la tapa de madera labrada del confesionario y se retiró ante la sorpresa de todos los que esperaban su turno de confesión. Uno intentó hablarle pero el sacerdote lo apartó con el brazo y le hizo una enérgica señal negativa. Tosió y balbuceó: 

 

    -Estoy mal.

 

    Una vez en la casa parroquial se acercó semiescondido hasta el verdadero obispo que estaba desconcertado ante el secuestro en sus propios aposentos. Volvió a golpearlo, volvió a dejarlo inconsciente. Recorrió la habitación buscando algo de alcohol. En la cocina encontró unas botellas de coñac de buena marca. Destapó una, brindó a su propia salud y se empinó unos cuantos tragos. Acto seguido desamordazó y desató a su rehén, luego le roció el resto del coñac por la cara y dentro de la boca (con lo que casi lo mata). Se quitó las vestiduras franciscanas y las guardó prolijamente en su lugar. Escondió arriba de uno de los roperos las fundas hechas jirones de la mordaza y ataduras. Acomodó la botella entre las manos del Siervo de Dios, destapó la otra botella y la vació casi en su totalidad en el inodoro. Tiró a cadena. Entretanto en la capilla el obispo auxiliar comenzaba la ceremonia de la misa. Se asomó y observó el parque desierto. Estaba por largarse a la carrera bajo el sol hacia la cochera y recordó al perro. Cerró la puerta, se agachó y se quitó la otra media, ahora con un buen rato más de uso. Al incorporarse notó un hedor rancio y vio su calcetín mantenerse tieso como si fuese de cartón. Cruzó a la carrera, en el estacionamiento se topó con el doberman. Le lanzó el calcetín a la boca mientras se zambullía entre los automóviles allí aparcados. El perro entretenía su furia contra el regalo de Máximo y éste reptó buscando el vehículo que lo sacara de allí.

 

    -¿Ves movimiento extraño en el garaje?- preguntó uno de los custodios de la oficina de control-¿qué tiene el perro en la boca?¿De donde sacó ese trapo ahora?

 

    -Yo no voy ni loco- respondió el otro custodio- Andá vos si querés que te muerda

 

    - No yo tampoco voy ¿Quién va a entrar con esa bestia?

  
    Otra vez dentro del Rolls-Royce volcó los restos de coñac de la segunda botella al tiempo que decía "perdóname padre estoy cometiendo pecado". Rebatió el respaldo del asiento trasero e ingresó en el baúl abandonando en el habitáculo la botella. Intentó tres veces acomodar el respaldo hasta que quedó de manera aceptable. Y esperó su suerte. Si todo salía bien alguien pediría explicaciones por la borrachera del obispo en el Santo del rey. Buscarían al chofer e investigarían a dónde se escapaba las noches de viernes.

miércoles, 4 de noviembre de 2020

En nombre del Padre

        Las semanas pasaban y los ministros seguían bloqueando la comunicación entre el soberano y los ciudadanos. Los sindicalistas seguían en la plaza, habían sido entrevistados en varias ocasiones por la prensa pero nunca habían sido difundidos los reportajes. Era obvio que alguien estaba muy interesado en que no se sepa que los manifestantes estaban allí. Finalmente la huelga fue declarada ilegal y los manifestantes desalojados de la plaza y detenidos. Aparentemente no había manera de acceder al rey. –necesitamos un milagro- comentaron. En un conciliábulo de acción que el sindicato promovió con la participación de Sottocorno éste comentó que una vez con “el camino de la luz” se habían infiltrado dentro de una organización disfrazándose de operarios.

Entonces comenzaron a planear la estrategia. Era un asunto delicado esto de infiltrarse en el palacio real. Podíamos terminar todos en la horca. Máximo se propuso como carne de cañón. Habían notado durante la estadía frente a las puertas del palacio que los viernes, cerca de medianoche el Obispo se escapaba y regresaba pasadas las dos. Sólo era cuestión de identificar el destino de su fuga. Viajaron, en varios vehículos, un pequeño grupo de cuatro nuevamente a la capital y se ubicaron en puntos estratégicos.

        Los distintos vehículos se turnaban estacionados en la plaza en el lado opuesto a la entrada del palacio. Sottocorno se dejó crecer la barba y pasaba largas horas leyendo el diario y observando de reojo el movimiento de la puerta principal del palacio. El viernes a la noche comenzaron a acelerarse los corazones. Nadie sabía bien cual era la idea de Máximo. No querían caer en la criminalidad de un secuestro; pero algo había que hacer y eran los cuatro hombres de armas tomar. Cerca de medianoche asomó por las inmensas rejas negras del palacio el ángel plateado de un Rolls-Royce, dentro de él la estampa sexagenaria del obispo. En el extremo opuesto de la plaza un automóvil encendió su motor realizó un cambio de luces y comenzó una lenta marcha con las farolas apagadas. 

 

        -Mira ese imbécil- comentó Máximo a su acompañante y encendió el motor de la camioneta en que estaban. Encendió las luces que fueron vistas dos cuadras atrás por el tercer vehículo. El obispo se dirigía por la avenida hacia la costanera. Y a considerable distancia y considerablemente alejados entre sí, los insurrectos. Al notar la marcha del primer vehículo y que este se desplazaba con las farolas apagadas la custodia de la portería de palacio los detuvo. Mientras los oficiales detenían el vehículo e identificaban al conductor, el segundo vehículo, la camioneta en la que viajaban Sottocorno y el otro, pasaba junto a los gendarmes sin llamar la atención. 

 

        -¡Buó! ¡Ni que lo hubiésemos planeado- susurró Máximo- mordieron el señuelo.

 

        Acortaron la distancia entre la camioneta y el Rolls del obispo seguidos de cerca por el tercer vehículo. Ocho cuadras adelante estacionaron la camioneta permitiendo que el otro vehículo siguiera de cerca al obispo. Unas cuadras más allá renovaron la posta siguiendo la camioneta de cerca al Rolls-Royce y ocultándose el automóvil entre el transito una cuadra por detrás. Finalmente el automóvil en que viajaba el obispo se detuvo en una calle oscura y poco transitada. Máximo encendió las balizas, inmediatamente las apagó y una cuadra más adelante se estacionó frente a un garaje. El otro vehículo aparcó en la vereda opuesta casi enfrente del Rolls. El ocupante apagó el motor, descendió del automóvil y caminó en el sentido contrario mirando de reojo al vehículo del obispo. Desde la siguiente cuadra, Máximo y su acompañante observaban sin descender de la camioneta. 

 

        El pontífice descendió del lujoso automóvil y se encaminó hacia la esquina en que se hallaba Sottocorno. Dobló la esquina hacia el norte y caminó media cuadra hasta un caserón antiguo que ostentaba un farolito con un foco rojo en la puerta. Ingresó sin golpear.

 

        Luego de cinco o seis minutos uno de los insurrectos era expulsado a empujones del lugar: 

 

        - Lo siento señor- le dijo un gorila tamaño ropero- solamente clientes.

 

        En la esquina se reencontró con los demás y les dijo: 

 

        - Es un puterío... mirá el obispo, se avispó.

 

        -¡No me digas!- respondieron a unísono-no nos dimos cuenta. Y rieron por un rato los tres.

 

        -Muchachos- habló Máximo- esto es así. Corroboramos que no hay nadie en el Rolls-Roys del cura este. Si hay alguien... y se va a complicar un poco. Bueno: si no hay nadie, desconectamos la alarma, forzamos el baúl y escondido allí entro a palacio.

 

        -¿Y después qué hacemos?- preguntó uno de ellos.

 

        -Y... después me las arreglaré.-finalizó Máximo. 

 

        Él sabía de esta clase de trucos, ya los había practicado durante unos cuantos años. Todavía vivía, ésa era la prueba de que sabía hacerlo bien. Si no, no lo hubiera contado. Al pasar junto al vehículo pudieron ver que había un hombre sentado al volante. Se miraron los tres y Máximo insultó a uno de sus compañeros:

 

        -Pero quién te creés, enfermo!?- entonces lo empujó. 

 

        Éste lo miró sorprendido pero sólo pudo ver el puño de Máximo entrando en su ojo. Lo tomó por las ropas y lo arrojó contra el Rolls. El tercer hombre intentaba calmarlo cuando llegó a ver que Máximo le guiñaba el ojo. El ocupante del automóvil bajó rápidamente interviniendo en la pelea. “Es un ropero” pensó Sottocorno mientras lo veía venírsele encima. Siguió zamarreando a su compañero entretanto medía al otro que se le acercaba a los gritos: 

 

        -Señor: ¡cálmese, por qué no habla con su amigo! 

 

        Esperó pacientemente segundos que se le hicieron eternos, como si la escena trascurriera en cámara lenta. Hasta que el canario pisó el palito. El chofer / custodio del obispo se acercó a Sottocorno y le tomó por el hombro. “Caíste” pensó e inmediatamente giró sobre sus talones y como un rayo estrelló su puño con tremenda violencia contra el esternón del chofer. Éste puso blanda la expresión y blancos los ojos. Acto seguido se desplomó.

 

         -Perfecto. Muchachos: acomódenlo tal que no se lo vea desde la calle.

 

        Los muchachos acomodaban al infortunado a la vez que Máximo abría el baúl del automóvil. Luego se les acercó y dio las directivas: 

 

        -Ahora me escondo en el baúl y ustedes lo reaniman. Vos, sentalo. Y vos le golpeás la espalda hasta que notes que ya respira bien. Le explican luego que yo me escapé y le mienten alguna excusa por la riña. 

 

        Así lo hicieron, seguidamente uno de ellos se dirigió al auto que estaba frente al Rolls y el otro caminó hasta la camioneta en la esquina. Ambos vehículos encendieron los motores y partieron rumbo a palacio. A dos cuadras de la plaza central, frente a un bar se hallaba el tercer vehículo. Buscaron al cuarto hombre y partieron de regreso a González Plata, cerca de los confines del reino. 

 

        -¿Qué te pasó con la custodia de palacio?- le preguntaron antes de partir. –Nada-respondió- Sólo me multaron por circular con las luces apagadas. Fue un momento de gran tensión, no sabía qué decirles.

 

        En el barrio del burdel el chofer del Rolls-Roys estaba medio desconcertado. Nunca lo habían madrugado así. Esperó largo rato el regreso del obispo y ni palabra de lo sucedido. El pontífice regresó al automóvil con una mal disimulada sonrisa, los labios marcados de rouge y con un leve olor a alcohol. Antes de abrir la puerta trasera hizo la señal de la cruz, luego otra como bendiciendo al barrio. Se introdujo y acomodó en el asiento y durmió plácidamente hasta que, una vez dentro de palacio, su chofer lo despertó. El conductor acompañó hasta sus aposentos al sacerdote y se marchó. Dejando al lujoso Rolls acompañado de una veintena de vehículos de características similares dentro de una cochera del tamaño de un hangar. Dentro, en lo profundo de las metálicas entrañas forradas en cuero blanco, Sottocorno aguardaba.

 

        Una vez que hubo sido capaz de percibir el hondo silencio y la soledad reinante en el lugar Máximo giró su cuerpo hasta quedar boca arriba, con los pies contra en asiento trasero y la cabeza contra la cajuela del baúl. Tomó aire y comenzó a patear con ambos talones el asiento. Pateó largo rato hasta que confirmó que no abriría el compartimiento que unía el habitáculo con el baúl. “Estoy perdido” pensó. El espacioso baúl de manufactura inglesa comenzaba a quedarse sin oxígeno y el calor sofocaba al intruso. Antes de desmayarse producto de la sofocación giró nuevamente su cuerpo ubicándose boca abajo y con la cabeza hacia la proa del automóvil. Comenzó a tantear los rincones sistemáticamente “tiene que haber una palanca, el mecanismo es eléctrico; pero siempre hay una palanca”se decía. Hasta que la encontró, en el extremo superior del lado del acompañante “claro... si estos autos ingleses están construidos al revés”.

 

        Ingresó al habitáculo del automóvil, y por fin respiró una bocanada de aire menos sofocante. Se mantuvo unos instantes de bruces hasta que finalmente pudo comenzar a moverse. Sentado sobre el piso acomodó el respaldo del asiento nuevamente en su lugar. Se sentó, puso cara de vinagre como jugando a imitar al obispo. Y desde esa posición lentamente comenzó a recorrer la cochera con su mirada para decidir así qué dirección tomar. Observó sobre una de las esquinas una pequeña cámara de seguridad. Observó también un cable de acero que supuso de contención para algún perro y por lo demás sólo parecía haber inertes vehículos durante su hora de reposo. Sigilosamente, tratando de hacer el menor ruido posible abrió la puerta trasera del automóvil. Se deslizó hacia el suelo y recostado sobre él lentamente la arrimó cuidando no golpearla. Se arrastró “remando”con los codos para que su andar, en lo posible no fuese detectado por la filmación.